En “Distopía Alegre”, Lobsang Durney nos vuelve a llamar la atención por nuestras contradicciones humanas. Ya lo había hecho con su muestra “Vueolópolis” (2017), con una concepción surrealista del vuelo en contra de todas leyes gravitacionales, y luego con “DobleStándar” (2018), donde nos ridiculiza y expone las ironías propias de la sociedad actual, expresadas a través de dichos, refranes o frases típica. Esta vez, Durney nos invita a reír del fatalismo.
Década tras década, los más pesimistas hablan del fin de la pintura. Había llegado la fotografía, el Impresionismo, el arte abstracto, el ready-made los VIP (video instalación performance), el hamparte. ¿Hasta cuándo?
El miedo profundo que habita en la humanidad, frente al cuestionamiento de su
propia existencia, con el temor a la oscuridad, temor al hambre, al frio, generó las primeras distopías, que fueron creadas para tranquilizar y manipular a los pueblos.
El Apocalipsis, según la Biblia, era el precio a pagar para volver al Edén, lugar que -para optimistas y epicúreos- nunca habíamos abandonado.
El mundo del arte tampoco pudo escapar de esta realidad. Artistas con gran
talento pintaron tal cantidad de propaganda eclesiástica (y vaya de que calidad),
que resultaba difícil pensar en algún escape ofrecido por utopías paganas. Las
circunstancias influyeron a los pintores, que en los tiempos de guerras o de
oscurantismo no favorecieron un arte ingenuo o indiferente de la realidad.
Pero hoy, en los inicios del siglo XXI, el famoso Apocalipsis no ha llegado, como
tampoco ha llegado el fin de la pintura. De manera permanente, desde el siglo XV con la figura del gran Tomas Moro, utopías y distopías aparecen y desaparecen, como contrapesos en el caótico desarrollo del mundo humano. En cierto modo, las utopías de algunos grupos humanos se tornan las distopías de otros tantos. Y llegó el Antropoceno, que nos pasara la cuenta.
El arte en general y la pintura en particular siguen el mismo ritmo, incluso en los
actuales pintores muralistas, que cambiaron las telas por los muros de las urbes, devolviendo al muro su dimensión artística primigenia, iniciada en Altamira y prolongada en las tumbas egipcias, en los frescos romanos, las catedrales góticas y los muros sudamericanos del siglo XX. Es decorativo, ritual, político, religioso o propagandista, según los acontecimientos.
Se podría definir una inédita e irreverente clasificación de la historia de la pintura, separando los utópicos de los distópicos, los optimistas de los pesimistas, los pintores que miraban el pasado de los que miran al futuro, los tristes de los alegres, los estoicos de los epicúreos. ¿Rembrandt o Vermeer?, ¿Velázquez o Goya?, ¿Soutine o Picasso?, ¿Freud o Hockney?, ¿Wharol o Pollock?
Lobsang Durney zanja esta cuestión, uniendo la tradición atávica de la distopía
con esa libertad tan sudamericana, capaz de reírse del fatalismo, de utilizar la
ironía y la decisión de disfrutar lo que nos espera, sin desesperar, pero sin ser
ingenuos. Durney dice “se hace inevitable imaginar, como un sueño recurrente,
una distopía como un mundo nuevo despreciable. Es vernos a nosotros mismos
habitando un planeta con todo tipo de paroxismos de ambientes alterados y
surrealistas.”
Con su talento creativo y surrealista, Durney sigue utilizando la pintura como un
medio de transmitir un mensaje personal y critico de lo que nos rodea, la
necesidad de reírse del futuro para no morir de miedo ni de aburrimiento. Tal como dice George Bernard Shaw: "Los espejos sirven para verse la cara; el arte paraverse el alma.“
Pintar en el siglo XXI podría parecer una utopía. ¿Serán los pintores los utópicos
del mañana?
¿La necesidad de mirar al futuro para no morir con el pasado nos hará elegir una distopía alegre o una utopía triste?
Movido por la curiosidad y el desajuste respecto del mundo, el ser humano transforma su entorno,
lo ordena, numera y describe, se impone ante él… y ante sus pares. De esta vocación
domesticadora, registrada ya en el rupestre neolítico, surgen la tecnología, el arte y la
jerarquización de las comunidades. En la repartición de roles, unos pocos disfrutan de las
prebendas y unos muchos dan gracias a la deidad por su esclava condición.
“DobleStandard”, del escultor Pablo Villegas y el pintor Lobsang Durney, actualiza la crítica del
arte respecto de un poder económico que, en la actualidad, permea todas las experiencias de vida,
uniformándolas. Ya sea en versión original o pirateada, nos entregamos de manera optimista a un
esquizofrénico ejercicio de consumir y ser consumidos. Con una ética cuanto menos dudosa, nos
movemos entre la sinceridad imposible y la falsa adulación, entre el afán voraz del éxito y su frágil
simulación. No existe otro norte en este gallinero sociocultural, en que el plumaje se cae a pedazos
y lo dicho encierra su opuesto.
Cuerpos contenidos, arquitecturas derruidas, miserias y contradicciones del corpus social se
revelan en las telas y esculturas de la exposición. Los artistas han descorrido los velos, dejando a
la luz una bizarra entidad socioeconómica que, como lo define Mark Fisher, es “infinitamente
plástica, capaz de metabolizar y absorber cualquier objeto con el que tome contacto”.
Las construcciones de Durney trazan la urbe de un basurero cultural. En su centro se sitúan
edificios y artilugios emblema del engaño, la usura y depredación. El sin sentido es inherente,
como si se tratase de una escenografía caduca y endeble. De aquí proviene la estética de lo
periférico, de lo orgánico-mecánico, su ser de “máquina blanda”, de Burroughs.
Pablo Villegas expone cuerpos contenidos por la línea y la ortogonalidad, por el control. El recurso
de lo modular, del objeto duplicado, le permite retratar al sujeto contemporáneo, agobiado por una
identidad prefabricada, al que solo pareciera quedarle el monólogo y la meditación. Constatando
un engaño radical, en la figuración de Villegas pareciera no haber escape, solo el eterno retorno de
lo precario, el optimismo alienado de una figura de taca-taca, el habitáculo de acceso imposible, el
“dick in the eye” del mundo global Villegas y Durney son incisivos en sus propuestas estéticas. Su obra previa ya alude a un estado
sociocultural en que lo lúdico e irónico enlaza con estéticas del desgaste, lo hermético y el control.
En “DobleStandard”, los artistas han optado por invertir el rumbo creativo, titulando las obras antes de que éstas fueran creadas. Como en un ejercicio surrealista, en que el cadáver no tiene nada de exquisito, dichos populares y juegos de palabras definieron el problema estético y su trasposición al lenguaje visual. De este modo, títulos como “Vendieron la pescá”, “Está mal pelao el chancho” o “Coleto bip”, revelan aquel otro estándar, no el oficial de los eslóganes y la publicidad tonificada, sino el de las frustraciones, de las espaldas encorvadas, de las estructuras derruidas, aquella idiosincrasia de la resignación y el temor reverencial a disentir ante un sistema
En “DobleStandard” se asiste a una escena de presente congelado. En su degradación arquitectónica y repetición modular, la exposición revela la transversalidad ideológica del capital, su salud de hierro, ante cuyo monopolio no hay alternativa.
Bertrand COUSTOU galerista
Boris Montecino B. Profesor de artes visuales
"Doble Standard"
Lobsang Durney
Noche inaugural
Lobsang Durney
"A cada santo una vela"
Lobsang Durney
"Colectivo Bip"
Lobsang Durney
"Microbarrio"
Lobsang Durney
Lobsang Durney
"Autocostrucción" óleo sobre tela 86 x 120 cm. 2017
" Septentrión 1.º " óleo sobre canvas 79 x 110 cm. 2017
Inauguración de Los Cerdos del Puerto en Centro Cultural Espacio Matta, comuna de La Granja, Santiago. Mayo 2017.
Francisco Guerra, Lobsang Durney y Eulogio Rojas Duran
Cerdo Cárcel, óleo sobre tela 80 x 100 cm.
Cerdo Playa Ancha, óleo sobre tela 90 x 120 cm.
Vuelópolis: de
Lobsang Durney
Esto
no es un texto de catálogo, es un collage hecho de troles desarmados. ¿Han
visto unas palomas más siniestras y erráticas que las de Valparaíso?, ¿Porqué
debiéramos confiar en sus patas para aterrizar?, ¿Adónde nos quiere llevar ese
avión desvencijado?, ¿Cuál es el destino de las naves de Vuelópolis?
Son
las preguntas que le haría a ese piloto sin cara, a la mujer que se diluye en
una lata, a la microfauna paseante entre los motores. Hay ojos escondidos entre
las gavetas, ojos que parecen de gato y también de hombre, felinos que
comparten piso con peces varados y duermen plácidos bajo la luz. Solo se distingue uno que otro rayo que ilumina
esas ventanas sin nadie. ¿Adónde fueron los participantes de la fiesta?, ¿Dónde
están agonizando?, ¿Hace cuánto?
Vuelos
siniestros de banderas piratas y dragones en las esquinas, manzanas completas
con gente o sin gente, con gatos /perros/palomas/basura/sábanas/ratas de cola
de pez apenas intuidas por un algo negro entre el pegamento. Hay negocios
vacíos, bencineras con óxido y polvo, decadencia de fin de guerra y pueblo
fantasma, embarcaciones mausoleos, horribles armatostes con color de pesadilla,
luz irreal desconcertante de no saber cuándo se está vivo y cuando muerto.
Vienen aterrizajes de emergencia en la chatarra del acabo de mundo permanente, convertidos
esperpentos de la aviación, en adictos al desecho, son pilotos del Diógenes sin
cara, con olor a bencina y hojalatería, a vulcanizaciones con neumáticos de
pisco.
Son
los colonizadores de la resaca, de bandera amarilla y triángulo invertido en un
balcón de Fisher, masticando verdades que no cambian, bebiendo estéticas relativas,
fagocitándose en el fracaso, náufragos de corazón y nicotina, de hígado y oído,
que declaran principios permanentes de batalla perdida, la experiencia torcida
del patrimonio de la ruina.
Natalia Berbelagua
Escritora*
*Biografía: Nace en Santiago en 1985, ha publicado los
libros Valporno (2011), La Bella Muerte (2013), Domingo (2015) y La marca
blanca en el piso de un cuerpo baleado (Poesía, 2016). Valporno fue traducido
al italiano.